Por Jeremías Martell
-Perdóneme Padre porque voy a pecar.
-¿A qué te refieres?
-Voy a cometer el pecado del orgullo. Me
jactaré de haber desenmascarado al hipócrita.
-El orgullo nunca es bueno, te puede llevar a
otros pecados.
-Lo sé, por eso es que he venido a pedir su
absolución y recibir mi penitencia.
-¿Por un pecado que aún no cometes?
-Lo voy a cometer… mi placer en el orgullo lo
hace pecaminoso. Porque me jactaré de lo
que hice. Logré
que mis enemigos presentaran su verdadera cara, sus verdaderas
intenciones… Ahora están en vergüenza, son ridiculizados. Ya no tienen el poder
que tenían antes. Perdieron sus títulos. La gente se ríe a sus espaldas… y me
siento satisfecho.
-Estás hablando de la venganza ahora.
-¡Sí! La venganza que llevaba años buscando.
-Nuestro Señor Jesucristo nos enseñó a
perdonar.
-Lo que he presenciado no merece el perdón. Sólo
la venganza.
-La venganza es sólo de Dios, en su sabiduría es
él quien nos da la justicia
divina.
-No puedo esperar por la retribución divina.
-Siempre podemos confiar en Dios.
-No, esta vez no. Ya que son sus ciervos, los
más que alaban a su nombre con sus venenosas voces, los que merecen la
venganza. Ellos han hecho daño por su arrogancia, ellos han abusado del
inocente, ellos son los grandes hipócritas… perdóneme Padre porque voy a
pecar...
-No te puedo perdonar, no demuestras
arrepentimiento.
-Muy bien, pues entonces, la satisfacción del
orgullo, por lograr la justicia a través de la venganza, deberá ser mi soporte…